Hay tanto que hacer, tantas
veces hay que comer, que levantarse,
que darse tiempo para al
fin sentarse a hacer aquello que se juzga ha de hacerse
hay tanta gente que visitar,
tantas palabras que entregar
cuándo acabaremos de quitarnos
y ponernos los relojes?
Cuándo ya no nos bañaremos
más? Cuando dejaremos de dormir para sólo hacer?
El pan que reposa sobre mi
mesa, como la mujer que descanza sobre mi cama no son sino el mismo pan que se repite y la misma mujer que se delata.
El tiempo no tiene preocupaciones
con respecto a lo que me preocupa tanto.
Me presenta mil máscaras
y una sola esencia:
no le importa que sus minutos
me acorralen hasta la locura,
que los otros parezcan propulsarse
con éllos y yo no,
que por más que haga, nunca haré.
La luz de una lámpara de
escritorio me llama, y su llama me quema lentamente pero- oh! desgracia mía!- irremediablemente.
Me siento en constante proceso
judicial al que a veces asisto y otras veces no, como Juana de Arco en su lamentable encierro. Me procesan mis fantasmas,
mis ideales: ésas cosas por las cuales Jesús fue crucificado y habría de gritar Dios mío! Por qué me has abandonado!?
Dios me abandonó desde que
comencé a sufrir a mi manera. Desde que me entregó la libertad y me hizo ver que no existía.
Desde entonces el tiempo
me persigue como un presagio asqueroso y me obliga al orden, al régimen, a la belleza moral.
Tengo a lo sumo unos 60 años
de vida más, pero mi caso ya está clausurado: tengo una condena por pagar: el tiempo asignado se acaba y se consume consumiéndome
lentamente como la luz que quema la magia de la noche en el crepúsculo, crepúsculo que se hará eterno si se sienta uno exclusivamente
a mirarlo (y yo lo miro) pero que es de cualquier forma irremediable:
Todos los días amanece y
yo cargo la cruz de mi sabiduría y de mi hambre conmigo por el calvario del horizonte estelar.