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crepúsculo de año nuevo en kushimoto |
Mis andanzas por la vida me llevan ahora al Japón. Ahora que pretendo hacer un recuento de impresiones, me impresiona
ver a través de un enorme ventanal un paisaje grisáceo, diluído entre el verde de las hojas de unos árboles con
ramificaciones como en urdimbre, escupido por una que otra hoja amarilla, presagio del otoño que ya pronto llenará todo de
la escala de los rojos... es un paisaje típicamente japonés.
Mientras escribo, un tifón se apresta a arrivar. No es el primero que presencio: ya la semana pasado tuve la incómoda
fortuna de ser bañado integralmente por el viento y la lluvia de otro.
Estoy en Japón, pero esa constatación tan simple se me antoja muchas veces imposible.
Qué vientos me han traído hasta este lugar, recóndito para todo Latinoamericano a la excepción de Octavio Paz?
Soy único ahora en esta sala de cómputo repleta de nipones que se han quitado los zapatos para no ensuciar el tapete
y han procedido a calzarse unas pantuflas de abuelo.
El Japón, tierra de montañas y de leyendas, donde la gente habla un menjurje incomprensible pero, sin saberlo, extremádamente
poético.
Estoy en Tokyo, ciudad enorme donde las distancias se pierden en los horizontes del càlculo y del reloj; ciudad de tecnología
de punta, de ardor cultural, de orden y de antítesis.
Como buena capital, representa al país en su conjunto, un país de gente extremádamente diplomática y, por ende, para
nada sincera.
Todo japonés digno de serlo borrará de su vocabulario las palabras "sí" y "no" y preferirá siempre expresiones como "tal
vez" o "es posible", e inclusive al preguntársele si fuma responderá "lo siento, pocas veces hago éso",
aún cuando nunca ha fumado, ni desea fumar.
Japón es lo que venía buscando: un país diametralmente diferente a lo que conozco, una prueba más de que la verdad es
una tierra sin senderos.
Aquí se vive y se muere al ritmo del grupo. El concepto de individualidad resulta altamente incómodo para estos asiáticos,
acostumbrados al respeto de sus superiores y a miles de ademanes honoríficos que resultan muchas veces risibles para un occidental
como yo.
Aquí se vive para rebajarse frente al otro. Contrariamente a nuestras culturas occidentales, estúpidas en este sentido,
los japoneses no buscan aparentar más sino menos. Conscientes de la debilidad del género humano y de que no es dándoselas
de los autosuficientes que se ganarán un buen futuro, los habitantes de este país buscan la protección y la buena disposición recíprocamente.
No es bien visto mostrar todos los diplomas a menos de que así se pida expresamente; no es bien visto hablar mucho de sí mismo,
salvo cuando se requiere. La simpleza del Budismo ha penetrado con el Shinto la forma de ser de la gente. El poder, las capacidades,
etc. existen y no necesitan ser manifestados a todos los vientos para hacerse sentir, lo cual sólo disminuye dicho poder y
dichas capacidades. Es como el dios de Fausto: "presente por todos lados, visible por ningún lado".
Japón es, en este sentido, un oasis de paz y de introspección para todo aquel que pueda aprovechar la oportunidad.
Pero como las más de las gentes no son dadas a la introspección y a la reflexión, Japón no es tampoco ese fácil remanso
de paz y de meditación.
Muchos de los jóvenes japoneses (de los que he conocido) son insoportables a primera vista para alguien que
no conozca esta cultura. Son avisos publicitarios andantes. Se llenan de atavíos gringos o europeos, pretenden ser como éstos
pero resulta ridícula la combinación entre snobismo y tradición; son temerosos, inseguros, prestos a imitar, listos a abandonarse
en manos de un esquema exterior.
Sin embargo, cuando llegan al silencio, leen, estudian, escriben, etc... tienen disposición inquebrantable al trabajo.
El trabajo... orden y método florecen en los japoneses. Llevan agendas con sus actividades para todo el año y consignan
allí hasta los más casuales encuentros con amigos o conocidos; calculan minuciosamente todas las horas y llegan a veces
con 15 minutos de anticipación. Preveen el viento y la tormenta, los terremotos (les toca y ya me tocó el primero), los segundos
que tardará cada tren en llegar, y todo está convenientemente en el lugar indicado. La palabra es moneda sagrada y cualquier
detalle oral es grabado indeleblemente en el sentido de compromiso.
Se comprometen a menudo, siempre con fórmulas indirectas, y rara vez incumplen.
Sin embargo, viven profundamente perdidos de sí mismos. No existen como persona sino como grupo y trabajan con ahínco
el arte de imitar.
(dado que quiero darme más tiempo para conocer esta cultura, continuaré mis impresiones en la entrega de la próxima semana)
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